Hace poco, en una de esas conversaciones ligeras que se dan en la época estival, abundante en tiempo para el ocio, surgió la pregunta de cuál era el lugar favorito de cada uno.
Me sorprendí a mi mismo pues, frente a otras cuestiones similares acerca de colores, películas o escritores, mi preferencia se manifestó de forma natural, como si la respuesta fuese evidente desde hacía mucho tiempo.
Ese lugar no es otro que los pinares que surgen en un tramo de carretera cerca de mi pueblo natal. Una zona de la meseta castellana, solitaria, alejada de casi cualquier sitio, sin una belleza cautivadora ni una orografía especial: típico paisaje de llanura que combina el bosque de pino con zonas abiertas de erial y campo cultivado. Un paisaje silencioso, despoblado, del ayer, atravesado, eso sí, por una línea plateada de modernidad en forma de vía férrea de alta velocidad que, cuando el tren hace acto de presencia, genera un llamativo contraste.
Mi gusto por estos parajes, aparte de que resumen la esencia de esta tierra en sus horizontes amplios y su silencio sólo quebrado por el grito de las rapaces, ha surgido a fuerza de visitarlo, de vivirlo en diversas épocas de mi vida, de aprender a verlo con ojos nuevos y, en definitiva, de haberlo hecho mío.
En la ya lejana infancia exploré las sombras de sus árboles en las frecuentes excursiones campestres con mi familia. El campo, el pinar, resultaba un campo de juegos y descubrimiento inagotable, repleto de vida y de objetos con los que interactuar; piñas, ramas, frutos de todo tipo… incluso nidos de procesionaria. Desde entonces la naturaleza tiene para mí un gusto a calma y libertad, alejado de los afanes de los hombres. A paz y a pequeños milagros que se van desenvolviendo sin que apenas reparemos en ellos.
Con el paso del tiempo me recuerdo visitándolo también tras mi primer desengaño amoroso. Su silencio me ayudó reconciliarme de nuevo con la soledad, a recordar que en este teatro infinito del mundo nada se detiene realmente, los finales no son más que cambios de actores.
Más recientemente he vivido los últimos paseos y meriendas campestres en que participaba mi padre, postrado y confundido por la enfermedad que se lo acabó llevando. He consolado la cercanía de su partida escuchando al viento agitar suavemente las copas de los árboles, al tiempo que escribía la dedicatoria que debía leer en su funeral, cada vez más próximo, el resumen y ensalzamiento una vida ejemplar que se nos llevaba escapando entre los dedos desde hacía ya demasiados años.
En definitiva, es un lugar en que mi comprensión de lo que es la vida, y la muerte, ha dado un salto decisivo. Donde esa naturaleza que brota, se reproduce y extingue con cada ciclo anual, donde ese viento que a todos nos mece y nos conecta, recordando que formamos parte de un mismo todo, ha dado luz a nuevas formas de ver el mundo. Mi lugar favorito es éste que me ha ayudado a conformar la idea que tengo sobre Dios.
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