
Hace tiempo leí una de esas cosas a las que en un primer momento no le das gran importancia pero que con el tiempo acaba germinando y produciendo ciertas ideas afortunadas que amplían tu mundo, que te hacen alegrarte de haber dado con ella.
El parrafo era más o menos así: «en arameo, la lengua en que se escribió la biblia (una de ellas), no existe la noción de bien y mal. Es una lengua muy poética que usa en su lugar las palabras maduro e inmaduro». ¿No es algo sencillamente maravilloso?
De una forma más o menos manifiesta todos somos conscientes del poder de las palabras. Gran parte de nuestra realidad se crea con ellas; expresamos nuestro universo mental particular, recibimos informaciones y conocimientos de otras personas que nos enriquecen, influyen, contaminan…, y es que en la época de las fake news hemos recuperado esa conciencia de que, cuando nos enfrentamos a un mensaje, a un conjunto de palabras, debemos sacudirnos esa sensación de trivialidad, de indiferencia, y estar alerta ante algo que puede afectarnos hondamente.
Los griegos consideraban la palabra como un dios; algo poderoso con la capacidad de cambiar nuestro mundo. Y es que, por ejemplo, no se puede crear una casa sin haber verbalizado esa meta, aunque sea sólo para pedir ayuda. Tampoco ajustar el efecto deseado en la portada de una catedral, transmitir los conocimientos de la navegación de un barco o expresar lo que significa solidaridad.
Estas herramientas maravillosas con las que se dota cada grupo humano, reflejan un paisaje natural y mental particular. Un entramado único en el tiempo y en el espacio. En el caso de los arameos quizá sugiera una visión cosmológica en la que el ser humano se encuentra en un continuo proceso de aprendizaje y mejora en el que alcanzar el objetivo final, la extensión de la compasión hacía las demás formas de vida, es sólo cuestión de tiempo. Simplemente necesitamos acompañar a esa semilla de perfección para que florezca plenamente.
Por contra, el concepto de bien y mal de la lengua hebrea remite a una visión maniqueísta del mundo. Una lucha continua entre opuestos irreconciliables, un paisaje hostil de zozobra, de riesgo continuo de caer en el pecado que lleva a la condenación eterna, el cual sólo se superará tras la apoteosis de ese enconado conflicto: el Juicio Final.

Así pues no hay que olvidar la enorme potencia que encierra una lengua, el mundo que nos permite dibujar y los mensajes de hondo calado que acumulan con el paso de los siglos, pero también las limitaciones que nos impone. Limitaciones que podemos diluir o de las que al menos podemos ser conscientes al acercarnos a otro idioma. Nuevas palabras y otra forma de ver el mundo.
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