
La juventud (divino tesoro), momento en que nos iniciamos en la vida adulta, es una época de vitalidad y descubrimientos, también de zozobras ante la falta de puntos de referencia estables y propios, y es que la zambullida en el recién descubierto mundo social pone nuestro mundo patas arriba durante una buena temporada.
Demasiadas novedades, influencias y estímulos para ese «proyecto» de persona adulta que aún somos. Por eso puede que bastantes aspectos de la vida (algunos muy relevantes) no tuviesen tiempo para ser dibujados con la atención requerida. Surgen más bien bastos esbozos con los que al menos tener una referencia, los cuales, quién sabe, quizás puedan servir de base para un trabajo con mayor dedicación/atención en el futuro.
Y la vida pasa, los años se acumulan y la juventud va perdiendo realidad para convertirse en recuerdo. A cambio vamos ganando en pasado, serenidad y perspectiva. Aprendemos a deslindar nuestros gustos de aquellos que están en el ambiente, que no vibran con nuestra esencia.
Nos conocemos mejor y acabamos por comprender que nuestros pasos se familiarizan con unos caminos mientras que dejarán otros sin transitar, y que ese viaje único, esa ruta que nadie más seguirá, es lo que somos.
Desde ese convencimiento, en ocasiones volvemos a mirar algunos de aquellos esbozos realizados en el el pasado, aquellas tentativas de forjar un mapa propio que nos guiase por este complicado mundo; pensamientos de como creíamos que debían ser las cosas, de la sabiduría que entrasacábamos en una lectura o sobre las sensaciones que nos producía visitar cierto paraje, a cierta persona. Entonces sonreímos, reconociendo con ternura, y a veces con dificultad, ese yo juvenil. Conscientes del poso que el tiempo ha ido dejado en nuestra mente y en nuestro alma.
Como el buen vino, hemos ido adoptando un sabor, un aroma más auténtico, único y complejo. Quizás sea un buen momento para refinar alguna de aquellas tentativas y, de alguna forma, enlazar pasado y presente.
Deja una respuesta