Ingenuos de nosotros, por la costumbre, por aquello de que si un árbol caído en mitad del bosque hace ruido o no, en este caso tic-tac, hemos acabado asumiendo que lo inventamos (al tiempo, ya ves tú), que le dimos forma y lo atrapamos en calendarios, relojes de sol y finalmente segunderos.

Pero esto, como todo lo que es importante, tiene su historia: empecemos por el principio, por la época en que el ser humano aún caminaba entre seres prodigiosos, cuando todo estaba dotado de vida y significación. Me imagino para el tiempo un trato reverente, como si de un animal mítico se tratase (un unicornio/dragón), por su figura difusa y cambiante, por su poder omnímodo. Aun así, como pasaba con el resto del cosmos, la humanidad aceptaba de forma natural lo mucho o poco que de él podíamos retratar; sus contornos pegados a la piel de la naturaleza (de la cual aún éramos parte) y los astros, su carácter inexorable.
Los momentos de angustia, como ahora, hacían su fluir más fatigoso, una tormenta, un mal parto, pero por lo común se aceptaba que pertenecía a una escala mucho más grande que la que acogía al humilde ser humano. Avanzaba con el verdor de la primavera y los ocres que caían en otoño. Su latido poderoso, atávico, impasible, era lento. Eventos astronómicos, equinoccios y solsticios, la renovación de la vida durante la siembra y la cosecha, eran las marcas en un reloj aún no inventado.

Pero este ser mitológico que batía sus alas perezosamente sobre las vidas humanas, al que nos sabíamos inevitablemente ligados y sometidos, comenzó, en cierto momento, a perder su aura sagrada/intocable. Del mismo modo que el resto del universo, se “humanizaba”. Es decir, se bajaba del pedestal de lo incomprensible, de lo dotado de vida y voluntad, de alma, de entidad. Se le degrada, igualándolo, e incluso volviéndolo dependiente, a nosotros.
En ese punto del camino empezó el infructuoso intento, en el que cada día estamos más empeñados, de intentar acorralarlo, domesticarlo, conocer sus costumbres y cualidades con el fin último de que acuda dócil a nuestra mano al escuchar una simple orden. ¡Qué triste destino!
Pero ¡ay!, igual que no me imagino a ese dragón rugiente, con su incontenible poder, atado, sometido a la imperfecta comprensión humana, del mismo modo, el tiempo no ha abandonado su esencia, aún dentro de los límites que creemos haberle puesto.
Y es que, en un arrebato de locura, se intentó menguar su inconcebible dimensión. Arrancarlo de su lugar natural, los ciclos biológicos y cosmológicos, para adaptarlo a la premura creciente de nuestra existencia. Ahora tendría un carácter diario, estricto e intrusivo. No marcaría los ritmos lentos de la (re)generación cósmica, sino las obligaciones (materiales) de la vida humana. Se trocaron momentos entregados a descubrir lo que de divino existía en la creación, por otros centrados en satisfacer las necesidades del ser humano. Agua salada para la sed existencial.
No obstante el tiempo grande, insondable, con el que todo se ha construido, sigue ahí. En cualquier lugar en que posemos nuestra vista podemos localizarlo. En el río y la montaña, horadando la historia, en la luz de las estrellas del cielo, hilo de unión con un pasado que ya es sólo ceniza. En nuestros ojos reflejados en el espejo, fruto de tantos otros que le precedieron. Una ola en el mar.

Hay un tiempo pequeño, que hemos construido, y uno colosal que nos precedió. Que veamos uno y otro, sólo depende de hasta donde queramos dejar llegar nuestra vista.
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