El personaje que se ve enfrentado a este dilema (hablar de si mismo) se queja de lo complicado de la tarea, presos como estamos de nuestras experiencias, valores, entorno o (in)capacidad de observación.
Por ello, parece que cualquier definición que formulemos será siempre bastante improvisada, efímera, deformada y en buena medida errónea, ya que parte de un punto de vista totalmente individualizado para definirnos, cómo si nada más importase para determinar nuestro papel en esta colosal obra de teatro con infinidad de participantes en permanente interacción que es el mundo.
Y es que en su búsqueda de dicha comprensión íntima, el escritor cuestiona si podemos contentarnos con hacer de nosotros un retrato permanente y estable. Por ejemplo, ser una persona que «indefectiblemente» vaya con la verdad por delante, o de las que conocen a las personas a primera vista, o de las que se guían por una bien engrasada brújula moral… Quizás las múltiples excepciones a cada una de estas valoraciones acabarán derrumbando esa imagen que nos empeñamos en tener de nosotros mismos.
Pues bien, Murakami (o el personaje que actúa como su alter ego) propone conocerse a uno mismo a través de nuestra relación con el mundo, considerando el peso y valor que concedemos a las vivencias que nos acontecen o que compartimos con otras personas.
Puede que considerar qué personas, conversaciones o sentimientos ocupan nuestros desvelos, o qué significamos nosotros para aquellos que se acercan a nuestra vida, sea una forma más cercana de determinar nuestra esencia. También puede que no nos guste lo que veamos.
En definitiva, hay quién dice que somos lo que pensamos, y puede que haya mucho de verdad, pero también, en cierta medida, somos algo parecido a las personas con las que compartimos viaje y a las emociones que despertamos en su corazón.
Deja una respuesta