Ahora que se está acercando el final de año y nos preparamos para festejar las Navidades, es el momento ideal para reflexionar un poco sobre esta celebración. Más allá de los regalos y la decoración, podemos encontrar un nexo con concepciones que hunden sus raíces con tiempos muchos más lejanos del evento que rememora; el nacimiento de Jesucristo.
De hecho, en un primer acercamiento podemos constatar que Navidad está vinculada a un importante fenómeno astronómico: el 21 de diciembre se produce el solsticio de invierno en el hemisferio norte, que marca fin del declinar de los días y la «renovación» del tiempo.
Las antiguas fiestas de renovación
Y es que muchas de las culturas antiguas celebraba esta parte del año como un período de fin y principio de ciclo. De hecho se representaba o recordaba la creación del mundo, entendiendo que así se podía acceder a un volver a empezar, a una puesta a cero que borraba todas las faltas y permitía retomar al ser humano un contacto más directo y sincero con la divinidad que el inevitable deterioro provocado por el tiempo (incluso la duración de los días sufrían su efecto) había acabado por mermar en buena medida.
Desde otro punto de vista, se tienen noticias de la importancia de estas fechas desde épocas tan antiguas como el neolítico, cuando eran cuidosamente calculadas con fines prácticos para la agricultura y la ganadería. Sitios como Stonehenge en Gran Bretaña y Nueva Grange en Irlanda son testimonios mudos de la perfección y preocupación alcanzada en la medición de los ciclos solares. No es para menos, pues el solsticio anunciaba con precisión el inicio de los meses de hambruna de enero a abril.
Por ello en estas fechas se sacrificaban los animales para no tener que alimentarlos en invierno. La abundancia de carne fresca, de vino y cerveza, que ya empezaban a fermentar, eran otro factor que propiciaba la celebración en estos días del último gran festín antes de la dura temporada que se avecinaba.
Ya en sociedades históricas se consolida esta celebración de alabanza a la renovación y al transcurrir de los ciclos naturales en festividades como el resurgimiento de Amaterasu en Japón, el Festival Beiwe en Laponia, el Chaomos de los kalash, el Deygān persa, el Hogmanay irlandés, el Natalis Solis Invicti y la saturnalia de los romanos o el Festival DōngZhì chino.
jesucristo y la asimilación a todo lo divino
Aunque la navidad es una festividad netamente cristiana, debieron pasar varios siglos hasta que se comenzase a celebrar en la fecha actual y no fue hasta el siglo IX en que se convirtió en una festividad importante dentro de la comunidad religiosa.
Durante esos largos siglos el cristianismo, imbuido de su espíritu «universalista», fue asociando sus principales símbolos; Jesús y en menor medida María, con las múltiples representaciones y manifestaciones de la divinidad de mucha mayor antigüedad, a las que consideraban superadas.
Así, Jesús acumula o asimila gran cantidad de esos atributos de la divinidad que perviven en la memoria atávica de la mayoría de los pueblos. Uno de ellos, decisivo por su carácter inmediato en las primeras inquisiciones metafísicas, es su identificación con el sol: Jesús se asimila a un dios solar que regenera al mundo y le trae luz, siendo símbolo de su pervivencia y testimonio de la presencia divina entre la humanidad.
Esta identificación fue sencilla ya que en el Imperio Romano, antes de adoptar el cristianismo como religión oficial, se celebraba la fiesta del Sol Invicto precisamente en la fecha del 25 de diciembre. También por estas fechas se conmemoraba el nacimiento de Mitra, otro gran dios solar de origen iranio, que alcanzo gran popularidad entre las legiones romanas.
Este proceso de identificación con los elementos primarios del sentimiento religioso antiguo continuará con el relato que se hace de los eventos ocurridos a su muerte, que permite su asociación con el otro gran astro: la luna. Ésta es el primer símbolo de regeneración cíclica, de que la vida y la muerte se repiten indefinidamente al no ser ninguna de las dos caras de la misma moneda definitivas. De ahí que, como el astro lunar tras la fase de «desaparición» o luna nueva, Jesús resucite 3 días después de haber desaparecido.
el cristianismo: el fin de la concepción cíclica
Finalmente hay que señalar que el nacimiento de Jesús y la posterior expansión del cristianismo (derivado del judaísmo) supone el advenimiento de una nueva concepción del tiempo.
Aquellas celebraciones que se asimilan a una «recreación» del mundo aprovechando los impulsos de regeneración cíclica que sufre la naturaleza y se evidencia en las cosechas, la luna… y que Mircea Eliade identifica con un eterno retorno de la humanidad a una sacralidad de la que no se quiere despegar, es sustituida por la concepción lineal de la historia que proclama el cristianismo.
Desde la consolidación de esta religión ya no es la creación del mundo lo que se celebra anualmente. Ahora es el hombre el que ha pasado a primer plano de importancia, y es la manifestación del amor divino por la humanidad, a la que se «concede» una naturaleza que se convierte de pronto en un actor secundario a nuestro servicio y a la que ofrece testimonio de ese amor y predilección manifestándose de forma material en este mundo a través de su hijo como guía para la humanidad, lo que se celebra.
Así, este evento principal se interpreta como un punto de inflexión en la historia al posibilitar que la conciencia del ser humano se eleve más allá de una estrecha conexión con la naturaleza, a la que pretende replicar, para concebir un destino, una salvación, que se haya en algún momento de un futuro que será finalmente alcanzado cuando se hayan seguido los designios divinos para la humanidad.
No obstante, como sucede muchas veces en la historia, el pasado no desaparece de un plumazo, aunque los nuevos credos así lo deseasen. Permanecen diversos estratos de creencias conformando un cada vez más complejo corpus religioso. De hecho podemos ver que el «año cristiano» tiene también un componente cíclico pues todos los años se organizan del mismo modo: rememorando la vida de Jesús: Navidad, Semana Santa, etc.
Ejemplos más concretos de otras pervivencias son el árbol de Navidad, un remanente de los festejos escandinavos donde un árbol de hoja perenne representaba al Yggdrasil, así como los días de fiesta y el intercambio de regalos proveniente de la Saturnalia romana.
Llegamos al final de este recorrido por el significado profundo de unas fiestas La Navidad, que encierran un simbolismo mucho mayor del que nuestra época parece concederles. Aunque su deriva hacia una celebración puramente comercial y carente de sentido ha desencantado a muchos, no está mal conocer las importantes raíces que la unen con intentos de comprender el funcionamiento del mundo o nuestro papel en él.
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